En mi aldea natal vivían una mujer y su hija, que salían a caminar mientras dormían.
Una noche, cuando el silencio envolvía al mundo, madre e hija fueron caminando dormidas hasta que coincidieron en el jardín envuelto en un velo de niebla.
Y la madre habló primero, y dijo: “¡Al fin! ¡Al fin puedo decírtelo, mi enemiga! ¡A ti, que destrozaste mi juventud, y que has vivido edificando tu vida sobre las ruinas de la mía! ¡Tengo deseos de matarte!”
Luego, la hija habló, y en estos términos: “¡Oh mujer odiosa, egoísta y vieja! ¡Te interpones entre mi libertad y yo! ¡Quisiera que mi vida fuera un eco de tu propia vida marchita! ¡Desearía que estuvieras muerta!
En aquel momento cantó el gallo, y ambas mujeres se despertaron. La madre dijo, amablemente: “¿Eres tú, tesoro?” Y la hija respondió con la misma amabilidad: “Sí: soy yo, querida madre”.
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