A los niños de Haití se les ha roto el futuro. En escasos segundos, algunos, tal vez muchos, han muerto, o han perdido a sus familiares de referencia.
Muchos se quedaron sin techo, sin una escuela en la que aprender y jugar y convivir, sin universidades a las que acudir, sin paz en las calles, sin canchas en las que practicar deporte de grupo, sin el juguete -incluso el fabricado con sus propias manos- con el que estaban familiarizados, sin...
Si piensas, si imaginas, concluyes que a los niños de Haití se les coraron los caminos habituales, tan comunes, para transitar a pie llano hacia la edad adulta. En escasos segundos, y sin culpa ni provocación propias.
En pocas ocasiones históricas nos hemos preguntado tantos y tan apremiadamente: ¿Por qué?
Para el dolor humano no hay respuesta válida, menos aún para el dolor de un niño. Para la tragedia humana indebida, causal y no causal, no hay más respuesta que una pregunta: ¿Las cosas van a quedar así?
La solidaridad universal (no la solidaridad de una organización, sino la de los sujetos que formamos la humanidad, la solidaridad tuya y mía) tiene que allanarles otros caminos para sus pasos inciertos, unos caminos que puedan convertírseles de nuevo en habituales.
Una tarea de años, por que el terremoto ha colocado a Haití en el principio de su propia civilización.
Este pueblo olvidado incluso por sí mismo, estabilizado en sus carencias de siglos, ojalá pueda decir en algún momento del futuro: el terremoto de 2010 nos quitó todo, y nos dio todo. Nos dejó indefensos, y nos trajo la solidaridad del mundo. Nos sacó, dolorosa y gozosamente, del olvido.
“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el arte de vivir juntos, como hermanos”
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